ZANZÍBAR, el tiempo y los bailarines recolectores de algas.

«Adrián, ¿cómo has dormido? «,»No lo sé, nadie sabe cómo duerme, porque si te dieras cuenta, es que estás despierto.»

Adrián

Zanzíbar se me presentaba en mi imaginación como las islas que soñaba de niña donde iban a caer los náufragos. Con esa mezcla de cárcel y cielo. De isla del tesoro. Donde podías coger los peces con las manos y construir tu casa en la palmera.

Las reinas magas de Zanzíbar

LLegábamos de Luxemburgo, con toda esa sensación de riqueza, previsión, orden inmaculado y un transfer por Alemania donde fui interrogada por la policía sobre si tenía intención de secuestrar a mi hijo. Finalmente tras 18 horas de viaje llegamos al caótico aeropuerto de Zanzíbar.

El áfrica negra siempre se me presenta como inabarcable, como si empezara a viajar de cero. Durante los primeros tres días sé que voy a pagar de más de una u otra manera. Y cuando ya me creo muy lista, me suele caer alguna más, de propina. Como si fuera un pollo cayendo del nido sin saber desplegar sus alas.

DALA DALA (dolar, dolar), transporte local en Zanzíbar

Se combina mi prisa e impaciencia con su buen manejo del tiempo, como bien dice el dicho africano en europa tenéis el reloj, aquí nosotros, tenemos el tiempo.

Los primeros días echo de menos los regateos del norte de áfrica, dándome cuenta de la comodidad de sus reglas, acuerdos y tiempos. En Zanzíbar desde el principio supe que tenía que empezar de nuevo. En este proceso inicial perdí algo de ilusión y de dinero, para comprender nuevamente , que viajar te va a desmontar, como una construcción de Lego.

Mercado de Zanzíbar

Hasta que no consigues entrar en la misma dinámica vas siempre en guardia y hay gente dedicada a «monetizar» tu miedo. Es curioso, porque normalmente no suele ser a quien más le falta, sino el que sabe jugar mejor sus cartas.

Según aterricé en el aeropuerto y tras un regateo largo y extenuante. Logré coger un taxi a un precio excesivo.

El camino como suele ser por estos lares, asombroso, lleno de gente, animales, edificaciones ruinosas, naturaleza que se cuela en todas las rendijas, luz, olores a especias, socavones, colores, turbantes, sonrisas y algunas miradas desconfiadas.

Nos escapamos el niño y yo en pleno junio, como si fuera el viaje de fin de curso donde graduarnos en la titulación de «África». Aterrizamos en un Ramadán caluroso, en una de las islas más religiosas del continente. Niñas y mujeres cubiertas completamente con turbantes y vestidos de colores en imposibles combinaciones. Los niños con grandes sonrisas mientras nos saludaban con vibrantes «JAMBOS» holas.

La isla está explotada para los turistas con hoteles búnkeres donde se presentan a priori pocas opciones de interactuar con los isleños. Llegamos a Jambiani. El ir con un niño sorprende y ayuda. La gente se dirige a él sin miedo e intercambiamos cosas por sus pescados y mariscos que luego nos cocinan en el hotel. Adrián con sus gafas y tubo de bucear ayudaba a los pescadores tirando de las redes. Al atardecer la marea baja tanto, que cientos de personas se adentran dentro con arpones y bolsas a recoger algas y peces atrapados, en infinitos huertos marinos. Entramos con la gente, sorteando erizos de mar y cazando pulpos entre las rocas.

Estrella de Mar en Zanzíbar.

En un momento dado, se lanzaron a cantar y bailar en perfecta sincronización con la marea . El tiempo se detuvo, mientras las olas rompían al fondo en la barrera de coral que estaba a un kilómetro formando una curiosa laguna con la altura de un riachuelo.

Los pescadores iban pasando a Adrián pescados de todo tipo, pulpos, cangrejos, anguilas y extrañas calabazas vivas, sin ojos.

Detrás de los hoteles se encontraban las casas de los pescadores, la mayoría de ellas sin luz ni agua. Poblados donde todo se hacía en la puerta de casa, arreglar las redes, preparar la comida, lavar a los niños… Los «peques» se acercaban continuamente, con sus juguetes hechos con botes de plástico, con su sonrisa y curiosidad constante. Con sus gritos de «Mzungu» blanco, nombre que en su origen era «alguien que deambula», como se denominó a los primeros exploradores blancos allá por el siglo XVIII.

Adrián les causaba extrañeza y querían jugar con él continuamente, hasta el punto de tener que escapar alguna vez a la carrera, rodeado de docenas de niños, hasta que acababa sintonizando con alguno de ellos, más tranquilos, en el lenguaje universal del juego.

Zanzíbar

Los primeros días, la soledad de sus playas me desconcertaba, me asustaba, me hacía sentir incómoda. Conforme pasaban los días lo fui paladeando, mientras la naturaleza me desbordaba. Y mi tiempo empezó a acomodarse al ritmo de las mareas, al de la recogida de caracolas, a las llamadas a la oración y a los tambores con los que se rompía el ayuno.

Zanzíbar

El cielo y el mar se fundían, mientras la jungla lamía la arena. Y sus habitantes se asomaban al atardecer de fuego entre sus palmeras.

Y mientras, Adrián y yo, seguíamos explorando…

Continuará…

2 respuestas a «ZANZÍBAR, el tiempo y los bailarines recolectores de algas.»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *