No soy descendiente de esclavos. Yo desciendo de seres humanos que fueron esclavizados.
(MAKOTA VALDINA)

Tras unos días por sus pueblos y playas nos dirigimos a la capital, STONE TOWN. Mi sorpresa fue mayúscula ya que por momentos me parecía estar viajando por Oriente Medio o India. Estrechas calles, zocos, edificios coloniales decadentes , con sus puertas traídas de India, con pomos diseñados en india con la idea en origen de poder detener elefantes. Restos de antiguos palacios de los sultanes Omaníes. Reliquias de un pasado de riquezas e infamia que trajo el famoso tráfico de esclavos y especias. Isla que se pobló con gente de la India, Irán, Omán y otros países aprovechando las rutas comerciales.

Se me erizaba la piel al recorrer los lugares donde se amontonaban miles de personas, celdas donde cada personas ocupaban el mismo espacio y posición que un saco de arroz. Aún se conservan grilletes y otros artilugios y las celdas se presienten como tumbas. Un pasado relativamente reciente en el que no puedes evitar sentir el dolor y en el que te embarga un gran miedo al pensar dónde puede llegar nuestra crueldad.
Se calcula que entre 1830 y 1873 en el mercado de esclavos de Zanzíbar se subastaron unos 600.000 seres humanos procedentes del continente africano.
La catedral anglicana de 1873 se erigió posteriormente a prohibir el tráfico de esclavos, aunque no puedes dejar de sentir la energía que se acumula dentro. Donde ahora se emplaza el altar, es el lugar donde se azotaba a los esclavos para demostrar su fortaleza, en algunos casos hasta la muerte.
Se mantienen varias exposiciones muy bien documentadas con la esperanza de que aprendiendo del terrible pasado podamos evitar volver a repetirlo.

Con el Ramadán, la mayoría de los restaurantes estaban cerrados, aunque en alguno de ellos me cocinaron algo de comida para llevar. Un día nos costó un poco más de tiempo encontrar dónde comer algo y Adrián lo suele recordar como «el día que hizo Ramadán en Zanzíbar».
Los precios de los alojamientos no eran bajos y el Ramadán hizo que en ocasiones tuviéramos que esperar en muchos de ellos durante horas a que llegaran de rezar de la mezquita para negociar un precio. Finalmente encontramos uno que nos encantó. Con doseles y muebles como si se tratara de un barco pirata surcando los mares africanos. Los trabajadores del hotel nos invitaron a romper el Ramadán con ellos y pudimos disfrutar nuevamente de la hospitalidad africana y de su gastronomía mezcla de todo tipo de influencias.

Es una ciudad pequeña, llena de vida doméstica, calles muy vividas, llenas de niños con mochilas y balones y abuelos «a la fresca» . Las tiendas eran de todo tipo, desde las de diseño y souvenires dedicadas a los turistas hasta las tiendas locales llenas de telas de vivos colores y frutas en todas las gamas de amarillos.

El diseño que facilitaba las sombras constantes en sus laberínticas calles, hacían que pudiéramos esquivar el sofocante calor.
Durante el día el ambiente es relajado y a la noche la ciudad estalla en un movimiento acelerado para preparar y llegar al desayuno de Ramadán.
Tras el atardecer nos solíamos ir a cenar a los jardines Forodhani, junto al mar. Lleno de puestos con «pintxitos» a la brasa con todo tipo de alimentos y aunque muchos provenían del mar otros eran muy poco reconocibles, corazones, y otras vísceras ensartadas, bebidas, postres, y chucherías locales con dosis extras de azúcar.
Los potentes focos y pequeños fuegos de los puestos contrastaban con la falta de luz en las calles. Sin embargo esa falta de luz no hace que la ciudad se sienta insegura, como mucho más íntima, como si estuviera iluminada con velas.

Durante el día las horas se nos pasan paseando, participando de los juegos en las calles y del observar tranquilo.

Los edificios van cambiando de colores con la variabilidad de las horas. Y la ciudad se siente como en reconstrucción. Como si el mar la hubiera cubierto y hubiera que limpiarla de algas y salitre. Con andamios de bambú, donde se encaraman sin ningún tipo de sujeción algunos locales, pero con la seguridad y agilidad de quien ya lo conoce.

Las gente sonríe a nuestro paso y es de esas ciudades en las que lo más divertido es perderse, sabiendo que es un circuito casi de «juguete» cuyos límites son sus plazas, playas y las murallas del Fuerte Árabe construído en el siglo XVII por los Omaníes. Damos vueltas por el mercadillo de artesanía de su interior, escaso de visitantes y de variedad. Y nos perdemos una y mil veces hasta tener la sensación de que ya hemos vivido en ella antes.

Junto a los edificios desgastados por el salitre y el tiempo se pueden ver elegantes y cuidados edificios coloniales, con sus balconadas y ventanas colocadas estratégicamente para aprovechar el alivio del viento marino. Edificios aprovechados para funciones administrativas y para mimo de los más pudientes.

Combatimos el calor , con algún que otro baño, en sus playas recogidas, llenas de gente local y algún extranjero «acangrejado», viendo como el atardecer cae, apagando el hambre de las horas finales del Ramadán y el calor africano. En breve partiremos a las tierras altas de Tanzania, al lado del Kilimanjaro. Pero esa ya será, otra historia.
Continuará…
