KARIMUNJAWA PARAÍSO PERDIDO
MATUR NUGÚN, destino Karimunjawa. En julio puse rumbo nuevamente a Indonesia. Como suele ser habitual no tenía una ruta muy marcada. Quería visitar Yogyakarta y tenía ganas de disfrutar en algunas de sus remotas islas.
De refilón leí algo sobre un conjunto de islas al norte de Java, las cuales se conservaban aún muy vírgenes.
En el país de las más de 17000 islas, con Bali como isla más conocida, Karimun Jawa aparecía como un destino aún sin explotar. Aún no conquistado con grandes complejos hoteleros, «western food», ni hordas de turistas occidentales.
En el cuarto país más poblado del planeta con más de 600 lenguas, decenas de etnias y diferentes religiones, se esconden aún cientos de sitios perdidos . Y yo iba a tener el privilegio de estar en uno de ellos.
Aunque había leído en un blog algo sobre estas islas de Karimunjawa, fue a lo largo del viaje que una y otra vez tanto turistas como locales me iban sugiriendo este nombre.
Al final muchos de los destinos te buscan y me dejé llevar por esos cantos de sirena.
El comienzo fue animado.
Ocho horas con diferentes autobuses y grados de comodidad, sentada a veces entre dos hombres que estaban en posición «Manspreading», el arte masculino de abrir las piernas desparramadas ocupando todo el espacio.
Tras un camino de autobuses en el que casi me quedo congelada bajo el chorro del aire acondicionado, y en el que también llevé la cabeza fuera de la ventanilla, con la expresión de un husky en un jacuzzi, conseguí llegar a Jepara.
Viendo que no podía coger el bote que salía a diario, busqué una habitación que rondaba los siete euros, me comí unos exquisitos cangrejos de mar y me dormí escuchando las olas ilusionada como una Robinson Crusoe de tierra adentro.
Tras hacer cola desde las cuatro de la mañana para el barco de las nueve, conseguí mi ansiado pasaje. Cuando ya estaba toda animada en mi bote, comprobé en un escaso minuto:
Uno, que la temperatura rondaba los 12 grados sin posibilidad de salir al exterior.
Dos, que emitían una película, en aquel camarote clausurado, sobre barcos que se hundían continuamente con Rihanna de protagonista.
Y tres, que aquello se movía más que la Virgen del Rocío en el salto de la reja.
Así fue que mi cuerpo se transformó en la niña del exorcista y dejé en las bolsas que me pasaban mis casuales y después amigos viajeros, mi desayuno de Sate Ayam (brochetas con salsa de cacahuetes).
Mientras el resto de viajeros se iban alejando de mí, en un despiadado juego a la inversa, de «un, dos, tres, chocolate inglés».
De esa experiencia me quedó como daño irreversible, la aversión a cualquier alimento aliñado con salsa de cacahuete.
Cuando llegué a la isla daba saltitos de alegría olvidándome del peligro de menear las bolsas con mi ex desayuno. Tras por fin deshacerme de ellas y con el estómago volviendo a mi sitio, me dispuse a recorrer la isla.
Enseguida supe que me quedaría más de lo que planeaba, montañas imponentes de selva virgen , las cuales me recordaban a mi añorada canción de Mecano «hawaii bombay».
Campos de corales vivos y un silencio imponente en la isla, donde los coches eran una rareza.
Empecé a buscar alojamiento y una preciosa casa azul llamó mi atención.The blue coral homestay salió a mi encuentro, oí risas en castellano.
Con alegría me encontré con los maravillosos propietarios, Javier de origen madrileño y Diana Indonesia con salero canario.
Ella me regaló un desayuno que me hechizó hasta quedarme el doble de días de los que tenía planeado y él , junto con Marcos, risas y anécdotas , hasta altas horas de la madrugada, con encuentros en cuatro idiomas .
Mélani la bebé de la casa, me prestaba su cepillo de pelo, algún día en el que yo recordaba que igual tenía que peinarme.
Ya llevaba tiempo viajando sola, así que lo mimos que me dieron y ese hacerme partícipe de su comunidad terminó de convencerme del poder del ahora del que hablaba Eckhart Tolle.
Cuando te haces amigo del momento presente, te sientes como en casa dondequiera que estés.
Claro, que el entorno, era una fuente de placer interminable en la que poder parar el cuerpo y el espíritu.
Así pasé nueve días, buceando por campos de coral que empezaban en la orilla, afilados como navajas . Haciendo nuevos amigos, con risas, paellas, drones y posados, con acentos asturianos, madrileños, suizos y chilenos .
Guiada por rutas imposibles , admirando el desove de las tortugas, ayudada a escalar con cuerdas por mis amigos estudiantes de ecoturismo de Sumatra, con el jefe Galang y su inolvidable sombrero . Subidos a imposibles transportes, recogiendo a Francesas despistadas por caminos inventados por los “gepeeses”.
Con baños sin quitarme la ropa. Con derrapes de moto en caminos imposibles de arena, hamacas y baches que me hacían salir disparada.
Días que pasaba recogiendo plástico, sumergiéndome en una piscina de tiburones huidizos y buscando serpientes en sus manglares.
Escapando de escorpiones, los cuales tras su picadura dejaban como efecto casi inofensivo, un dedo gigante como de dibujo animado golpeado .
Disfrutando cada día del ritual de los zumos de frutas hechos con amor por mi vendedora favorita. Mientras todos compartíamos el banco y nuestras palabras comunes.
Su «crispy calamari» con el que se te caían las lágrimas, pescados con nombres de pájaros y escamas como plumas de pavos reales.
Casas y mezquitas de colores, como casitas de Lego desmontables, con sus llamadas a la oración desafinadas, su gente saludando a mi paso, invitándome a probar algún anacardo o arroz con pescado.
Tardes que pasaban leyendo en los columpios viendo a los monos saltando de arbol en arbol.
Cielos incendiados, el mejor momento para el buceo, esquivando las lanchas.
Así que cuando la gente que venía en excursiones de dos o tres días, me preguntaban que qué había hecho tanto tiempo en unas islas en la que aparentemente no había nada, yo me sonreía para mis adentros.
Y como en un mantra me repetía, Karimunjawa mi paraíso.
Sabiendo que los paraísos perdidos sólo están en nosotras mismas.
(MARCEL PROUST)